Este cuarto huele a
canciones
que se escuchan por las
mañanas.
Está infestado de olores
en los calcetines
que tienen un poco de ti
y un poco de detergente.
Abro la ventana y sigue
oliendo
a personas obesas que
huelen a Nenuco.
-da igual, tus manos
siempre huelen a tormenta-
[Querría tener un antojo,
una mancha con tu olor en mi piel
y que sólo pudiera olerse cuando hay lluvia.]
Qué fácil era restregarme
por tu barba
como si fuera un gato,
que me regañaras por
marcarme una equis en la piel
-porque había sido el
festín de los mosquitos
la noche anterior-
«Te harás daño», me
reprimías.
Qué fácil era hacer de mis
delitos souvenirs
y regalártelos
-y más fácil era regalarme
el daño-
Este cuarto
huele ya a agua reseca,
a ceniza descompuesta
muerta en el retrete.
Y en medio de este pasillo
lleno de camas
abandonadas,
-de sábanas que son piel-
me sigues oliendo a tarde
en la sierra
infestada de truenos que
buscan decapitarme
y que no se van a
conformar con hacernos lodo.
-Mejor. Será mejor volvernos
agua. Hacernos líquido-
Qué fácil era
controlar tus tics
y ponerlos en el
congelador.
«Ahí se enfriarán y se
quedarán tiesos»
-para que no se movieran
más-
Y hacer de las tardes
una funda en el sofá.
Pero me sigues oliendo a nube
desecha, a media luna
-porque la otra media no
quiere salir-
Querer que me gusten otras
personas por tu olor
es una escalera inclinada
con peldaños diminutos
-interminables-
Y tú sigues
desprendiéndote
a lo lejos…
Desechando olores, sin
quererlo, en el baño de algún bar
-o en alguna habitación
perdida de Madrid-
Qué fácil sería no ser
nariz, Quevedo.
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