8/9/15

LÍNEA 1

Tengo un amigo que cuando camina abraza a los árboles.
Dice que es como cuando alguien te cuenta sus tristezas.
Tú, por ser oídos, guardas parte de esa melancolía.
«Con los árboles es lo mismo», dice.
Los abraza para pegarles todas tus manchas negras, creo.
Por eso siempre elige árboles centenarios, fuertes. Como castaños o chopos para que aguanten toda su pena arrastrada hasta el encuentro.
Y mientras me cuenta esto yo pienso en que ya no se envían cartas, que ya no existen los sellos. Que la gente no silba por la calle, y el que lo hace está majara.
Yo sigo mirando los pies por la calle y las pestañas de la gente cuando mira a su móvil-por la calle, por la acera, en los bares, con sus amigos, en el trabajo, en la cama, cuando abraza-
Oteo la suciedad en las paredes y cristales de los vagones y me pregunto cómo habrá llegado hasta ahí y pienso después, al alejarme, que si no hubiera sido por la suciedad no me habría fijado en esas paredes y cristales.
Una chica entra llorando: «¿Tienes un kleenex?»
-Claro- le sonrío.
No me lo agradece y me mira mal. Lleva un moño lleno de malas ideas y un pantalón adornado con la ceniza del cigarro que se acaba de encender en el vagón. Quiere demostrar que ella es libre, pero no hay peor atadura que tener que demostrar siempre lo que no eres.

Abro el libro «Soy yo, Edichka» de Limonov y pienso que yo también querría ser un poeta exiliado- no por lo de exiliado sino por lo de poeta vilipendiado que llora whisky cada noche- y que hay demasiados escritores, eso también lo pienso- no porque haya demasiados sino porque no me dará tiempo a leer todo- y entonces me dan ganas de salir corriendo a buscar un árbol, uno fuerte y que me rompa en dos, como si fuera una de esas ramas que le cuelgan, de un abrazo.

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