Tengo un amigo que cuando
camina abraza a los árboles.
Dice que es como cuando
alguien te cuenta sus tristezas.
Tú, por ser oídos, guardas
parte de esa melancolía.
«Con los árboles es lo
mismo», dice.
Los abraza para pegarles todas
tus manchas negras, creo.
Por eso siempre elige
árboles centenarios, fuertes. Como castaños o chopos para que aguanten toda su
pena arrastrada hasta el encuentro.
Y mientras me cuenta esto
yo pienso en que ya no se envían cartas, que ya no existen los sellos. Que la
gente no silba por la calle, y el que lo hace está majara.
Yo sigo mirando los pies
por la calle y las pestañas de la gente cuando mira a su móvil-por la calle,
por la acera, en los bares, con sus amigos, en el trabajo, en la cama, cuando
abraza-
Oteo la suciedad en las
paredes y cristales de los vagones y me pregunto cómo habrá llegado hasta ahí y
pienso después, al alejarme, que si no hubiera sido por la suciedad no me
habría fijado en esas paredes y cristales.
Una chica entra llorando:
«¿Tienes un kleenex?»
-Claro- le sonrío.
No me lo agradece y me
mira mal. Lleva un moño lleno de malas ideas y un pantalón adornado con la
ceniza del cigarro que se acaba de encender en el vagón. Quiere demostrar que
ella es libre, pero no hay peor atadura que tener que demostrar siempre lo que
no eres.
Abro el libro «Soy yo,
Edichka» de Limonov y pienso que yo también querría ser un poeta exiliado- no
por lo de exiliado sino por lo de poeta vilipendiado que llora whisky cada
noche- y que hay demasiados escritores, eso también lo pienso- no porque haya
demasiados sino porque no me dará tiempo a leer todo- y entonces me dan ganas
de salir corriendo a buscar un árbol, uno fuerte y que me rompa en dos, como si
fuera una de esas ramas que le cuelgan, de un abrazo.
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