18/7/14

LA PLAÑIDERA

Nunca conociste mi nombre, pero ahora puedo decírtelo. Me llamo Tristana y quizá mi nombre te parezca funesto porque suena como la tristeza, y quizá por eso entiendas ahora porqué soy plañidera. Porque estaba en mi sino. En mi nombre.
Vivo en Luanco y soy una de las estatuas que permanecen al lado del mar. Soy aquella que se agarra la cabeza por ambos lados con las manos mirando al cielo, sin una sola lágrima...
Somos seis en la escultura: Jerónima, Facunda, Matilde, Faustina, Prudencia y yo.


Todas nos conocíamos en el pueblo. Había pocos habitantes y las seis pertenecíamos a dos familias distintas.
Faustina, Prudencia y yo éramos de la familia Pertierra y Jerónima, Facunda y Matilde de la familia Cabril.
Facunda era la abuela de Matilde y Jerónima y nosotras tres éramos primas, siendo Faustina la benjamina del grupo.
Yo nunca tuve hermanos, así que siempre andaba taciturna por las calles guardando el luto a mi madre.  Y posteriormente, a mi padre.
Ahora tengo más de cien años. Te he dicho que soy una estatua y sumo mis años de vida y mis años como escultura. Espero poder seguir viendo a la gente pasar durante mucho tiempo y que se siga preguntando por quiénes llorábamos cuando decidimos quedarnos así, en esa postura trágica y lúgubre para la eternidad. Yo lloraba por ti y todavía no sabes quién eres.
— ¡Mamá! ¿Qué es este monumento? —una niña nos miraba con ferviente curiosidad y algo de temor, pues somos estatuas imponentes.
— Son plañideras —respondió la madre natural.
— ¿Qué son las plañideras?
— Pues verás... las plañideras eran mujeres que lloraban en los entierros ajenos a cambio de dinero. Pero ahora ya no se estila en España. Plañir es llorar, ¿lo sabías?
— No —la niña seguía con los ojos abiertos mirando hacia la boca de su madre desde abajo y después mirando hacia la escultura.
— Pues sí. De ahí viene su nombre: plañideras. Aunque creo que estaba mal visto el oficio.
— ¡Sheila! ¡Sheila ven! —la niña acudió tras la llamada urgente de su padre quien había encontrado una concha de color salmón y quería mostrársela a su hija. La madre se quedó pensativa y siguió caminando hacia ellos.
Perdón por la interrupción en mi relato pero cuando alguien viene a vernos, me gusta estar atenta. No dejan de sorprenderme sus caras de interés hacia nuestras expresiones. Creo que les sugerimos algo de misterio y quizá incertidumbre.
La madre de Sheila tiene razón. No era un oficio muy bien visto, sobre todo por la Iglesia que prohibió que nos rasgáramos las vestiduras y nos arrancásemos los cabellos por considerarlo exagerado.
Nosotras, sin embargo, no hacíamos caso muchas veces y durante los entierros, fuera de las iglesias, procurábamos hacer un poco de teatro y pantomima. Aunque en más de una ocasión a Facunda le multaron por engrandecer demasiado la actuación. No eran nuestros muertos y aun así llorábamos más que los propios parientes.
La Iglesia no entendía cómo se podía llorar tanto si el difunto iba al encuentro con Dios.
Pero mientras nosotras nos encontrábamos con Dios, teníamos que comer y ésa era nuestra única opción.
Algunas veces nos daban reales y otras muchas un saco de alubias, leche y una hogaza de pan para varios días, lo que nos apañaba para ir tirando.
Si veíamos que la cosa iba mal, nos plantábamos en los cementerios el Día de todos los Santos bramando gritos y rezos para que la gente nos contratara. Funcionaba casi todas las veces.
Creo que no he sonreído nunca. Nunca... hasta el día que te conocí.
Siento la necesidad de escribirte ahora que mis ojos ya están secos y no pueden volver a llorar.
Ahora que tengo toda la eternidad para contarte quién eres.
Nunca nos llegamos a conocer y sin embargo eres la persona que más he querido en mi desdichada vida. Y quizá fuiste tú mi única felicidad, aunque nunca pude decírtelo.
— ¡Anda, mira! ¡Plañideras!
— Sí. Mi bisabuela era plañidera —le dijo Eugenia a su amiga.
— ¡No me digas! —la amiga se llevó las manos a las mejillas.
— Sí. Yo no la conocí. Me lo contó una vez mi madre. Tuvo que ser una mujer enigmática y con personalidad fuerte —Eugenia se me quedó mirando. Exhaló un suspiro y ambas amigas se fueron hablando sobre una antigua receta de cachopos.
Conocí a Torcuato en uno de los entierros. Yo plañía y me rasgaba las vestiduras por un vecino del pueblo. Sabía cómo ganarme cada real que me daban.
— ¡Ay Dios mío! ¡Ay! –gritaba mientras me tapaba los ojos con las manos. Tenía la cara roja de tanto llorar— ¡Que Dios lo tenga en su Gloria!— lloraba arrodillada mirando al cielo. Suplicando— ¡Dale Señor el descanso eterno! ¡Ay! —me cogía de los cabellos y los agitaba sin cesar hasta pasadas dos horas.
Al terminar la ceremonia Torcuato vino a pagarme.
— Toma. Lo que mi familia te debe —y junto con el dinero me entregó un clavel—. Me gustaría invitarte a dar un paseo mañana por la tarde —levanté la mirada del suelo y le miré. Pero no fui capaz de sonreír. Simplemente asentí con la cabeza y no dije nada más. Torcuato esbozó una sonrisa propia de un galán y se marchó.
Nos vimos a la tarde siguiente y fuimos a dar un paseo por un prado cercano. Torcuato era amable y atento. Me cogía de la mano y me la acariciaba. Me hablaba de su familia y de su trabajo como ganadero y agricultor.
Yo no sabía qué hacer en ningún momento. Solamente asentía cada vez que me proponía salir a dar un paseo.
Él era quien hablaba casi todo el tiempo y yo le conté que era hija única, que siempre vestía de negro y que siempre había querido ser plañidera.
— ¿Por qué? —me preguntó Torcuato muy intrigado—. ¿Por qué pasar todo el tiempo llorando llena de tristeza?
— Porque es lo que mejor se me da. Para mí es muy fácil llorar. Soy feliz cuando lloro aunque no lo creas. Para mí llorar es como reír.
Él me miró extrañado pero me sonrió como la primera vez que nos vimos.
Necesito contarte todo esto para que sepas quién eres. Para que entiendas porqué soy una estatua llorando infinitamente. Llorándote a ti sin lágrimas...
Así pasaron los días con Torcuato hasta que una tarde descubrí que estaba embarazada.
Fui a contárselo al futuro padre pero al llegar a su casa me dijeron que él había partido lejos del pueblo a trabajar con un tío suyo en el campo. Me quedé mirando al suelo y me fui de allí.
No volví a ver a Torcuato. Supuse que inició una nueva vida allí donde se fuera.
No tenía ningún lugar al que acudir y decidí contárselo a mi prima Prudencia y a Facunda quien me acogió en su casa hasta el parto.
Un chico con una cámara fotográfica se plantó delante de nosotras. Estuvo diez minutos examinando la escultura. Caminaba a nuestro alrededor estudiando el encuadre y la luz.
Sacó un trípode y nos hizo tres fotografías. Nos sonrió satisfecho por el resultado de los retratos, recogió el instrumental y se fue hacia su coche.
Había veces en las que me sentía realmente hermosa. Parecía que el universo empezaba y terminaba allí, junto al mar.
Empieza a llover sobre nosotras y las gotas de lluvia simulan lágrimas sobre nuestros rostros y por un momento revivo recuerdos felices de plañidera.
A veces echo de menos ese agua salada que se lleva parte de la desdicha de cada uno y que a mí me hacía sentir alegre.
Facunda me hospedó en su casa para que nadie del pueblo supiera nada. No quería que la gente me repudiara. Una plañidera, soltera y embarazada no estaría bien visto.
Durante los primeros meses sí pude ir a trabajar a los entierros. Como mi cuerpo gozaba de una sensibilidad extrema, mis llantos y sufrimientos tan teatralizados me hicieron llevarme un par de multas a casa más de una vez.
Hasta las chicas tuvieron que decirme que me calmara en más de una ocasión.
— ¡Ay! ¡Padre! ¡Almas del cielo dadle paz! —me caían lágrimas como puños y mi corazón sonreía de felicidad— ¡Ay! ¿Por qué? —me agarraba los puños mientras me arrodillaba en el suelo.
Acababa exhausta pero mi interpretación me valió más de un real extra.
Guardé cama durante tres meses hasta que nació mi hijo. Le puse de nombre Pelayo.
Cuando vio la luz por primera vez no lloraba. Y fue la única vez que yo sonreí.
— ¡Miradle! Hijo de una plañidera y no llora —dijo irónica Facunda.
La miré perpleja porque entonces supe que mi hijo tendría un mal augurio. Que jamás sería feliz.
No me lo quedé ni un día. Facunda me recomendó dejarlo en la Iglesia de Santa María donde vivo ahora como estatua.
— Adiós Pelayo. Te veré crecer a lo lejos. Sé que estarás bien —le susurré al oído antes de llamar a la puerta y salir corriendo —. Te quiero— y me fui meditabunda hacia mi casa.
Pelayo fue adoptado por una familia pudiente y próspera. Era muy guapo. Se parecía a Torcuato y un poco a mí también. Fue a un buen colegio. Era culto e ilustrado.
Siempre le miraba desde la lejanía. Admirándole y queriendo acercarme a él para decirle que yo era su verdadera madre. Que le quería desde antes de nacer. Que nunca quise abandonarle pero que me vi obligada a ello porque estaba sola. Porque no tenía dinero.
Pero esa imagen se desvanecía cuando me daba cuenta que no tenía sentido desmoronarle su realidad, su boyante vida.
Y así pasaron los años, en los que yo era una mera espectadora de la vida que llevaba mi hijo.
— Como pueden ver, esta es una estatua dedicada a la figura de las plañideras. Oficio que se prohibió hace mucho tiempo en España por la Iglesia Católica aunque sigue siendo popular en algunos lugares de Latinoamérica. La palabra plañidera deriva del latín plangere y es un oficio que se remonta al Antiguo Egipto... —la guía turística se paró delante de nosotras junto con un grupo de diez personas de entre cuarenta y cincuenta años. Algunos asentían interesadamente mientras que otros no dejaban de observar toda la escultura intrigados–. Como pueden observar la vestimenta típica de las plañideras eran las túnicas de color negro. El típico color de luto impuesto desde el reinado de los Reyes Católicos... —la gente seguía estática ante nosotras sin dejar de mirarnos. Hasta que la guía terminó de explicar lo interesante de nuestro oficio y se dirigieron hacia el interior de la iglesia parroquial de Santa María.
Una noche Facunda vino corriendo y me dijo que algo había pasado.
— ¿Qué es? ¡Dime! —Le imploré—. ¿Tiene que ver con Pelayo? –Facunda palideció y entreabrió los labios.
— Sí... Verás Tristana... unos ladrones han ido a su casa y él ha salido a hacerles frente y....
— No sigas, no sigas —cerré la puerta y me quedé en silencio sin saber qué hacer.
Mi hijo había muerto.
Su familia nos contrató a todas para acudir al entierro, como buena familia acaudalada.
Y en lugar de llorar, de rasgarme las vestiduras, de tirarme de los cabellos, de implorar al cielo, de magullarme las rodillas, de acabar con dolores de cabeza por los sollozos, de desgañitarme con rezos, me quedé como la estatua que soy ahora.
Sin poder llorar. Sin poder ofrecerle a la familia del difunto una sola gota de agua salada salida de mí.
No podía llorar, era incapaz. Tal era la tristeza que me sobrellevaba que mi cuerpo estaba imposibilitado para llorar.
Supongo que ya sabrás que ese hijo que tuve, Pelayo, esa única felicidad que me dio la vida, eres tú. Si, tú, Pelayo.
Me dejaste sin lágrimas cuando te fuiste y me convertiste en esta estatua que soy ahora.
Ahora sabes quién eres Pelayo. Ahora sabes por quién lloraré sin lágrimas hasta la eternidad.
Nunca conociste mi nombre, pero ahora puedo decírtelo. Me llamo Tristana y quizá mi nombre te parezca funesto porque suena como la tristeza, y quizá por eso entiendas ahora porqué soy plañidera. Porque estaba en mi sino. En mi nombre.
Y quizá entiendas Pelayo, por qué te cuento esto ahora. Por qué una plañidera se queda sin lágrimas.

2 comentarios:

  1. Hola, me ha gustado mucho este relato. Sigue así. :)

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  2. ¡Muchas gracias Scherzo! :) Espero que sigas leyendo el blog
    ¡Saludos!

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