6/11/14

KREVEL


Un ruido monótono pero ensordecedor me levantó a las siete de la mañana. Es miércoles 22 de julio del año 2070. “Arriba. Arriba. Debe levantarse. Arriba” Otro pitido. “Le queda un año, siete meses, dos semanas y tres días de vida”. La voz de mi despertador a quien yo llamaba Rencor, me hacía levantar con optimismo y felicidad cada nuevo día, sin ninguna gana de aplastar a ese incordio de robot vomitivo e inaguantable.
Tengo cuarenta y ocho años y trabajo como programador para una empresa de telecomunicaciones a las afueras de la ciudad. Vivo cerca del centro y mi única compañía es un gato gris con ojos amarillentos llamado Krevel que el gobierno me asignó hace más o menos de diez años por no tener familia.
Hace un calor abrasador fuera, y me pongo a sudar tanto que podría llenar una garrafa de cinco litros. Pulso el espejo situado encima del lavabo que rápidamente reconoce mi huella dactilar mostrándome la temperatura exterior y las noticias matutinas más importantes.
Me doy la primera ducha del día para vestirme con el uniforme destinado a los varones de entre cuarenta y cinco y cincuenta años impuesto desde hace más de medio siglo en todo el mundo.
Dicho uniforme es para distinguir las franjas de edad y saber cuánto tiempo te queda de vida. El mío es un traje de chaqueta gris con una franja lateral amarilla en los pantalones y en la americana, con una corbata del mismo color y una camisa de un idéntico tono gris que el traje.
Los intervalos de edad se comienzan a dividir a partir de los treinta años: de treinta a treinta y cinco años, de treinta y cinco  a cuarenta años, de cuarenta a cuarenta y cinco y  de cuarenta y cinco a cincuenta años para los hombres. Las mujeres tienen un lustro más de vida puesto que las mujeres empiezan a trabajar antes que los hombres y se les dedica cinco años más de vida como recompensa.
Debido a la superpoblación que sufrió el planeta hace ochenta años aproximadamente, la UMIH (Unión Mundial para el Interés Humano) decidió promulgar una ley internacional en la que se daría muerte a los varones a la edad de cincuenta años y a las mujeres a la edad de cincuenta y cinco llevándose consigo, si las tuvieran, a sus mascotas.

Cuando tenía veintidós años, el mismo día que mi padre cumplía cincuenta, aparecieron en casa dos guardias con una máscara blanca para no ser identificados, y bien armados por si la víctima se oponía a irse. Vestían túnicas negras en cuyo centro se hallaba bordada una mano en señal de stop, símbolo del gobierno internacional.
Mi madre lloraba y les suplicaba que no lo hicieran. Mi padre se dejó arrastrar por sus verdugos pero consiguió abrazarme un último instante para decirme “Adiós hijo. Cuida mucho de tu madre. Te quiero”. Y enseguida me desvanecí porque era la primera vez que mi padre se confesaba tan profundamente ante mí. Le miré con los ojos vidriosos mientras él se difuminaba como una nube de humo. Lo último que recuerdo es estar abrazado a mi madre en la entrada de casa a oscuras. Cinco años después hicieron lo mismo con ella.
Nunca he estado con ninguna mujer, aunque he sentido la tentación de conocerlas y saber cómo me sentiría, si es que sentiría algo. Nunca he estado con ninguna mujer porque el gobierno otorgaba una subvención a los varones vírgenes y/o solteros en edad fértil. En algún momento de mi vida preferí mi carrera profesional y el dinero a cualquier mujer y más cuando presencié el dolor que casi mata a mi madre después de que se llevaran a mi padre.
Además, pagaban más en aquellos puestos de trabajo donde sólo había varones para evitar conocer a mujeres (y viceversa) y no contribuir a la superpoblación mundial teniendo hijos.
Era la empresa misma la que te buscaba un apartamento en un barrio formado íntegramente por varones o por mujeres según se diera el caso.
Por lo que contaban los libros de Historia, ahora había más parejas homosexuales que en toda la historia de la humanidad. Antes, por lo visto, estaban discriminados prohibiéndoles contraer matrimonio o adoptar hijos. Se dieron casos de gente a la que despidieron de su trabajo porque les gustaban personas de su mismo sexo.
Ahora, casi cien años después, todo se había ido al extremo opuesto. Estaba peor visto ser heterosexual porque eso implicaba que en algún momento podrías tener hijos.

Nunca he querido estar con nadie hasta hace unos días...
Krevel, a quien me obligaron a castrar, se escapó del barrio en el que vivía, por ir detrás de un ratón. Tras justificar a los guardias de mi zona de residencia, por qué tenía que salir, fui detrás de ese mequetrefe felino dispuesto a dejarle sin su postre favorito de palomas enlatadas durante una semana.

-¡Uy! ¿Y este gatito tan bonito? ¿Estás perdido pequeño? ¿Te vienes conmigo? -quien hablaba con mi mascota era una chica vestida con el uniforme destinado a la franja de edad de entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Una falda verde con una chaqueta del mismo color y una raya negra lateral en ambas partes del uniforme que hacía juego con la camisa que llevaba puesta.
Se había hecho una coleta alta que la hacía parecer un lustro más joven.

Me paré en seco sin saber qué decir. Aparte de mi madre, era la primera mujer con la que podría tener un contacto cercano.
-Eh... eh... es...
Ella se giró y me miró con los ojos muy abiertos y la boca entrecerrada esperando a que dijera o empezara a decir algo concreto.
Al final, ella decidió dar el primer paso verbal.
-¿Es tuyo este gato? –me miraba como si yo fuera un niño pequeño.
-Sí, sí. Se me ha escapado el muy rebelde. Se ha ido detrás de un ratón y le ha podido la curiosidad.
-Es precioso. ¿Cómo se llama?
-Krevel.
-Es un nombre realmente atípico.
-No lo sé. Se lo puse porque un día soñé que tenía un hermano llamado Krevel. – No podía dejar de mirarla y preguntarme qué estaría pensando de mí.
-Bueno, ha sido un placer “dueño de Krevel” -me sonrió de forma muy pícara.
-Lo mismo digo. Gracias por retenerlo.
-Mi nombre es Dalia, por cierto.
-Encantado –y me fui corriendo pero ansiando volver a verla, aunque fuera en la lejanía. Mientras, notaba que ella me miraba fijamente, seguí caminando con los nervios y la estupefacción de conocer a alguien tan hermoso como aquella chica.
No podía pensar en ella. No debía pensar en ella. “¿Qué pretendes hacer? ¿Quieres tener hijos a escondidas? ¿Quieres tener que justificar tus relaciones ante el gobierno? ¡Olvídalo!” Me repetía lo mismo una y otra vez provocando el efecto contrario: pensar en ella a cada segundo.
“Le queda un año y siete meses de vida”. La voz de Rencor siempre me había resultado tranquilizadora a pesar de lo inminente de sus anuncios matinales. Quizá fuese porque su voz robótica me recordaba a la de mi madre en su tonalidad.
El androide que tenía a mi cargo, Agrícola, el cual medía un metro y ochenta centímetros, me trajo lavado y planchado el uniforme número cinco de la semana.
Le dije que me preparara una tostada con guacamole para desayunar, con un zumo de mandarina y algo de té de frambuesas.
-Ya tiene el desayuno listo -Agrícola no tardó ni diez minutos en prepararme mi primera comida del día. Había que reconocer que este bicho se iba superando con el paso de los días-. Tengo un nuevo programa para que me instale, referido a la optimización de tareas, señor. ¿Me da permiso para instalarme el programa?
- Claro que sí, Agrícola, pero antes, conecta con la base central del edificio para que le den el visto bueno. No queremos problemas y ya sabes que cualquier programa que esté fuera de su criba podrá provocar que nos destruyan a ambos antes de tiempo. Y yo tengo que hacer cosas en este último año.
- De acuerdo, señor. Si me dan el visto bueno, me instalo el programa.
Del suelo apareció una silla y de la pared se desplegó una mesa dispuestas perfectamente para albergar mi desayuno.
Toda la mesa era una pantalla táctil que me permitía tener una imagen global de la ciudad, imágenes exteriores del edificio, de todos los rincones de mi casa y por último de mi lugar de trabajo.
Terminé de comer y la nevera me anunció que le faltaban zumo, verduras, fruta y carne de paloma.
Me dirigí a mi labor social que en este caso era programar. El trabajo como antes, ya no existe. En los libros se contaba que antes la población tenía el deber de trabajar durante horas a lo largo del día a cambio de piezas de metal y de papel a las que se llamaba “dinero” y con las que después se compraban todas las cosas necesarias para poder vivir y todo lo demás que le resultaba de interés.
Ahora ya no es así. Todo es gratis en la era poscontemporánea. Cada uno contribuye a la sociedad con lo que mejor se le da o bien con aquello para lo cual la UMIH le ha preparado. Si hay gente que no tiene clara su contribución, la UMIH le asigna una labor.
Aquí nadie da monedas o billetes a cambio de nada. Las máquinas se encargan de todo y por tanto la mano de obra se ha reducido bastante.
Son las máquinas quienes se encargan de trabajar en los dispensadores de comida, son los que enseñan los oficios, limpian las ciudades, construyen edificios, cuidan de los enfermos y cocinan. Los humanos nos dedicamos a lo que más nos gusta y aportamos algo útil pero satisfactorio a la ciudad. Las máquinas trabajan por nosotros y nosotros realizamos labores que nos gustan. El sistema capitalista del que me hablaban los libros, ya no existe tampoco. No hay nada económico por lo que pelear, no hay beneficio monetario en nada, salvo la satisfacción personal de hacer lo que a uno más le gusta.
Sí, el mundo ha cambiado. Ahora el fin no es ser rico, sino hacer cosas que te hagan ser feliz hasta el día de tu despedida. La riqueza se mide en el grado de felicidad hoy en día.
Días después, de rutina, haciendo lo que más me gustaba hacer, que es programar (ya fueran androides, máquinas industriales o dispositivos domésticos) en un estado de absoluta soledad, llegué a casa y Krevel me recibió en la puerta mirándome sentando hacia arriba estirando su cuello como un suricato, sin pestañear “¡Hey!, ¿dónde están mis palomas?”, parecía decirme.

Le dejé la puerta abierta para que fuera a buscarlas por él mismo, pero también quería tener una excusa para poder ver a Dalia si la casualidad así lo consideraba.
Llevaba semanas pensando en ella, agarrándome a nuestro encuentro casual y quería que se repitiera, pero con más palabras.
Los guardias de mi edificio me miraron con recelo, mientras yo salía corriendo hacia mi felino rebelde.
-¿Otra vez tú pequeño fugitivo? -ella era, sin duda el momento en el que me querría quedar para siempre. Cogí valor y me lo guardé mientras la viera.
-Sí. Tiene esa pequeña manía. Le gusta cazar palomas.
-El instinto asesino, supongo.
-O su rebeldía, o quizá es que te estaba buscando por si te veía de nuevo -Dalia se rió y me miró sonrojada.
-Bueno, a mí también me gusta él. Es un gato muy peculiar.
-¿Vives cerca? ¿Puedo acompañarte?

Y lo que pasó después fue que me enamoré de ella y ella de mí y teníamos a Krevel que nos traía palomas como regalo cada día que podíamos encontrarnos por casualidad en la calle.
No podíamos estar juntos. Mi trabajo corría peligro y no estaba bien visto que parejas heterosexuales comenzaran cualquier tipo de relación.
Yo la quería y ella me quería. Nos lo habíamos dicho todo. Nos escribíamos notas que nos intercambiábamos en nuestros encuentros fortuitos e inopinados.
Ella lloraba cuando no podía besarla en público, cuando tenía que irme sin tocarla. Y yo memorizaba en mi cabeza todas las imágenes de ella durante el día. Las grababa en mi retina literalmente y después las descargaba Agrícola para mí. Tenía un álbum de ella por todas las veces que no la pude ver y no la vería, porque sólo faltaba una semana para que tuviera que irme.

“Le queda exactamente UNA SEMANA de vida”
-Ya te he oído aparato del averno. Te ha oído toda la metrópolis -cogí a Rencor y lo estampé contra el suelo. Pero de la pared surgió otro calendario vital que repetía lo mismo.
Me senté un momento.
-Señor, el desayuno está listo -Agrícola se deslizaba con sus ruedas como si fueran pies hacia la cocina–. Me he permitido hacerle un regalo para Dalia. Le he cogido un cabello a usted mientras dormía y he hecho un diamante.
-Agrícola, eres sensacional. Muchas gracias. Le va a encantar. Lo pondré en una cadena y se lo daré junto con mi última carta–. Me quedé recordando el pasado. Me quedé temblando por el futuro incierto.

-Es precioso. Me encanta -En nuestra anterior cita conseguí darle mi regalo a escondidas. Sus lágrimas eran tan brillantes como el propio diamante que le colgaba del cuello.
-Dalia, mañana me llevarán. Es mi despedida de este mundo. Pero quiero que sepas que no habría existido mundo si no te hubiera conocido este último año de mi vida. Que yo hubiera sido el mismo. El mismo hombre anacoreta y aburrido. El mismo hombre que no conocía nada, que no sabía de nada hasta que Krevel te encontró. Cómo adoro a ese gato rebelde.
No pude quedarme mucho. La gente empezaba a mirar demasiado, pero le di un beso. Ya me daba igual. Quería hacer físico lo que ya sentía y no me importaba nada.
Dalia y Krevel se despidieron. Yo me despedí pero ella se negaba. No quería decirme adiós.
-Sé que nos encontraremos -me dijo-. En esta vida o en la siguiente, pero no te voy a decir adiós hoy.
-Tienes cinco años más de vida. Aprovéchalos siempre para ser feliz -la miré con los ojos acuosos y me fui.

A la mañana siguiente Rencor me despertó con la frase “Hoy es tu último día de vida. HOY ES TU ÚLTIMO DÍA DE VIDA”. Cada vez era más aberrante el sonido de Rencor, lo volví a coger y a tirar, pero esta vez por la ventana. “Hoy también ha sido tu último día de vida por lo que parece. Hasta nunca”. Desayuné tranquilamente, despacio y me despedí de Agrícola.
-Gracias compañero. Has sido, junto con Krevel, el mejor amigo que he tenido.
-Lo echaré de menos, Señor.
Nos abrazamos poco tiempo porque al momento irrumpieron en la puerta cuatro guardas con máscaras blancas y túnicas negras. Con la mano en señal de stop bordada en el uniforme. “Ya está. Se acabó”.
-Venga con nosotros ipso facto.
-Enseguida. Tranquilos. No opondré resistencia. Dejen que coja a mi gato.
-Tiene cinco segundos.

Me llevaron hasta un deslizador y me taparon los ojos con un pañuelo. No supe nada más hasta que me lo volvieron a quitar.
-Buenas tardes caballero.
-¿Dónde estoy?
-En la nave 22JMAK. Va a ser transportado junto con otros pasajeros al Planeta Novak donde podrá empezar su nueva vida.
-¿Mi nueva vida? –No podía creer lo que estaba escuchando-. ¿Todo sobre nuestra muerte obligada era mentira?
-Así es. La UMIH piensa que, además de conservar siempre una población joven y sana a medida que se van regulando los niveles de población, quiere que se aproveche el tiempo. Y eso sólo se logra si la gente piensa que va morir a los cincuenta años. La UMIH no considera que tenga que matar a nadie si el Planeta Novak, una de sus conquistas, estaba deshabitado hasta que llegamos. Es un planeta virgen con todos los recursos para nosotros. Hay cosas por hacer todavía pero podrá disfrutar de su tiempo hasta que la naturaleza, y no un gobierno, le diga cuando tenga que irse.
Dormí y dormí. Parecía que mi cuerpo se había relajado por completo y todos estos días de inquietud y estrés se hubieran esfumado de golpe.
Aterrizamos. Me llevaron a una sala y me dijeron que esperara. Me quedé dormido de nuevo y al despertar vi a mis padres que seguían físicamente iguales.
-¡Mamá! ¡Papá! -Nos abrazamos sonrientes, y parecía que nos íbamos a quedar así durante días-. ¿Estuvisteis aquí todo este tiempo? ¿Desde que os llevaron?
-Así es, hijo. La vida aquí pasa más despacio. Como puedes ver, se tarda más en envejecer porque la gravedad no es la misma. ¡Vamos a ser tan felices!
-Pero, todo esto es… como un sueño -Krevel no paraba de brincar contra mi pierna para que le cogiera y fuera partícipe de la conversación.
-Verás que la vida es más tranquila y fácil. Más libre.

Cinco años después fui yo quien corría hacia la sala en la que me encontré con mis padres.
Allí estaba, mirándome con lágrimas en los ojos y con el colgante del diamante en el cuello.
-Te dije que nos volveríamos a encontrar -los dos sonreímos y nos besamos.

Krevel, sin embargo, corría en busca de palomas imaginarias.

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