-Esto no funciona -él estaba sentado en la cama y yo enfrente, también
sentada sobre mis pantorrillas y con las manos apoyadas en mis rodillas para
agarrarme bien de sus golpes verbales.
“Esto no funciona” me había dicho. Y enseguida me vino un olor a podrido
muy intenso. Nauseabundo. Fui corriendo al baño porque tenía el estómago
revuelto. Quería vomitar. Echar por el váter todo ese amor que habíamos tenido
hasta hacía pocos segundos.
La palabra “romper” siempre me había sabido a ceniza y su nombre ahora me
parecía marrón grisáceo. El más feo de los colores.
Salí del baño y volví a sentarme en la cama. Él ahora era un naranja y
amarillo desteñidos. Un hortera y la peor de mis experiencias. Era el dolor.
-¿Emma? -me miraba con el entrecejo arrugado esperando una respuesta por mi
parte.
No quería que me hablara más. Porque todas sus palabras eran marrones y con
olor a vertedero. Pero yo seguí callada y sin querer que él hablara. Cuando
antes el tono de su voz siempre era de un azul intenso ahora era como el color
del cielo cuando se avecina una tormenta. Sólo que ya había llovido en nuestra
habitación.
-¿No vas a decir nada? –seguía insistiendo. Pero ¿qué pretendía que
hiciera? Ya estaba todo dicho y nunca he sido de gritar. Que gritar siempre me
ha olido a mierda.
Me levanté tranquila pero deseando salir de ese pozo marrón y amarillo. De
ese olor a vertedero. Lo miré por última vez pero con las entrañas palpitando y
le dije adiós a su puerta y a sus paredes, asegurándome de no volver a
pronunciar su nombre que desde ese día me sabía vómito.
Caminé despacio por la ciudad y, por suerte, mis lágrimas esa tarde estaban
obedientes y no salieron a través de mis ojos. Les dije que aguantaran un poco
a llegar a casa y así lo hicieron.
Era 5 de agosto en Madrid ese día. Ése 5 se volvió color madera y el agosto
de un color dorado. Todo recargado y aburrido. Esa fecha la recordaría siempre,
desgraciadamente como casi todos los días de mi vida. Incluidos los de color
marrón, amarillo y dorado. Esos que olían a carne muerta y a dolor.
Por suerte, la palabra Madrid seguía siendo morada y la de “ciudad” seguía
siendo negro brillante.
Quería llegar pronto a mi estudio para pintar. Dentro de pocos meses tenía
la exposición y debía apurarme si no quería sentirme decepcionada conmigo
misma. Pintar siempre había sido el lugar al que siempre me escapaba. Desde
pequeña, mi madre me ponía música para que pintara. Decía: “Hoy voy a poner a
Etta James que siempre es verde” u “Hoy lo veo todo marrón. Así que necesitamos
algo del señor Stevie Wonder. El señor rosa”. Ella elegía las canciones y
yo pintaba los colores de la música.
Ésas eran conversaciones normales que teníamos entre mi madre y yo. Era
como nuestro código secreto. A veces coincidíamos en los colores que nos
llegaban a través de la música o viendo a la gente pasar. “Mamá, ese hombre es
muy beige. No me gusta” o “¡Mira qué color más bonito tiene esa niña, mamá ¿lo
ves? ¿Ves cómo reluce el turquesa?”. Y ella a veces me respondía que ella veía
otra tonalidad. “Mmm. A mí me parece más bien un color berenjena”.
Pero ese día yo era un azul grisáceo. Me miraba en los reflejos de los
escaparates mientras llegaba a mi estudio y era un color que no me gustaba. Ese
día me sentía como un 999, un número que no termina de ser completo. O como un
000483 con todos esos ceros que estorban el paso. Ese día yo era un número
inacabado e inútil y un color apagado.
Me propuse llegar a mi lugar de trabajo personal y no salir de ahí hasta el
día de la inauguración de la exposición. Llegué a la calle Toledo (Toledo
siempre me había olido a terciopelo y humedad), abrí la gran puerta de madera
oscura del siglo XIX que era la entrada de mi escondite, atravesé el pequeño
patio cubierto de flores. Es curioso, pero las flores siempre me saben a miel
cuando las huelo. Y su palabra tiene un color oscuro, sin embargo.
Llegué por fin y cayeron lágrimas durante toda la noche y las siguientes
noches. Y toda esa tristeza me sabía a pescado podrido.
Por el día trabajé en pijama para sentirme más cómoda con mi soledad. Mi
soltería vestía un pijama viejo y una bata que me olía a cacao caliente.
Me senté en mi mesa y me acordé de Benedetti y de sus versos:
“Hay diez centímetros de silencio
entre tus manos y mis manos
una frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos.”
entre tus manos y mis manos
una frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos.”
Me acordé de “la distancia” que sabe a tierra mojada y
tiene color a arcilla.
También me acordé de Juan Ramón Jiménez y de su
“soledad sonora” y de que a mí me seguían gritando desde dentro las palabras
“esto no funciona”.
Mejor sería salir a comprar algún libro o alguna
película. Quizá coger mi cámara Fuji e ir a hacer fotos a El Retiro.
La cuestión era que necesitaba salir de mi “monotema” que era él. Porque estaba
metida en una espiral interminable. En un número capicúa. Ese 999.
Era martes, que siempre ha sido una mesa de color
rojo. Llegué a una librería de segunda mano y cogí un libro al azar: “Stoner”
de John Williams. Me vino un olor a chimenea y a té rojo. Así que supe que me
iba a gustar mi nueva adquisición. Gracias a Williams, tendría lectura para
todas mis noches del mes próximo.
Y como necesitaba todavía más distracción que no fuera
la impuesta por la exposición, fui a buscar algunas películas que me
entretuvieran otras tantas noches. Lars Von Trier estaría en mi lista.
Que siempre me ha parecido muy rojo y blanco a la vez. También Ingman Bergman,
un azul mecánico, y Polanski, un verde botella. El cine siempre me supo a
chocolate, vino y tabaco.
Llegué a casa, me puse cómoda y me hice un té verde de
cereza. Al primer sorbo aparecieron delante de mí diferentes colores, ocre y
burdeos sobre todo. Parpadeaban intercalándose per enseguida desaparecieron. El
ocre suele significar que no me ha gustado mucho. Me pasa también cuando como
brócoli o carne de cordero. Sin embargo, el color burdeos aparece cuando como
jamón serrano, patatas fritas, tomates Cherry o sushi.
Me dirigí hacia la cocina para depositar en el
fregadero mi taza con el cuadro “Amarillo, rojo y azul” de Kandinsky cuando de
repente sonó el teléfono. Tal fue mi sobresalto debido a la hipersensibilidad
que tenía esos últimos días, que no dejaron de aparecer golpes de color blanco
brillante delante de mí. Odio cuando me pasa eso. Prácticamente me ciega por
instantes pasajeros.
-¿Si? –pocas personas sabían que me había ido a mi
estudio a recluirme del resto del mundo.
-Hola cariño -la voz de mi madre… su melodía siempre
era azul clarito. Y su nombre, Escarlata, me sabía a moras negras. Lo juro. Mi
madre era la persona más dulce que jamás había conocido. Tenía el pelo corto y
negro, con la cara algo triangular y un pequeño lunar en la barbilla, el cual,
yo había heredado.
-Hola mamá -a pesar del amor que le profesaba a mi
progenitora, no tenía ganas de hablar con nadie. En cuanto terminara mi
conversación con ella desconectaría el teléfono hasta próximo aviso-. ¿Qué tal
estás?
-Bien, hija, bien. Estoy rosa hoy que no es poco. ¿Y
tú? Te noto algo amarilla. ¿Es posible? –me quedé en silencio aguantando las
lágrimas. “¡Quedaos ahí quietas!”, las ordené-. ¿Emma? -enseguida me vino a la
cabeza la escena en que él me había llamado también esperando una respuesta
cuando decidió dejarme marchar. “Salid si queréis”, les dije a mis lágrimas–.
Emma cariño, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? -no podía tener a mi madre en vilo.
-No, no mucho -sabía que mi madre estaría escuchando
mi voz temblorosa y mi nariz moqueando-. Me he venido al estudio para trabajar
en la exposición de manera exclusiva. Me he venido porque… me ha dejado mamá
-era incapaz de volver a pronunciar su nombre que me seguía sabiendo a vómito.
-¡Ay hija! Lo siento tanto… ¿Quieres que me acerque
por allí un rato y te preparo tu plato favorito? -que no era otra cosa que
lasaña de atún. Un plato que me hacía ver mi color favorito a todas horas: el
coral. No quise hacerla sentir mal, así que acepté su invitación-. Vale hija.
Estaré allí sobre las ocho. Un beso, cariño -colgué y volví a llorar. Y mis
pulmones eran nubes negras y mi corazón un paraguas roto.
Mi madre y yo estuvimos hablando largo y tendido. Me
abrazó mucho. Lo necesitaba. De alguna manera, ella es con la única con la que
me he sentido comprendida y protegida. Pero a la vez, necesitaba estar sola. La
palabra soledad siempre ha sido verde grisácea. Como estar en medio del campo
en un día nublado. Tú solo. Abarcando todo el aire para ti y sin que nadie te
exija ninguna palabra.
A pesar de la visita de mi madre, cuando me miraba al
espejo seguía viéndome azul grisáceo con el amarillo del dolor. Ambos aparecían
y desaparecían, como los minutos previos a un mareo. Sólo que esas visiones en
mí eran constantes, así como la percepción de olores y sabores sin estar
probando nada. Había veces que podía estar comiendo pollo y degustar el pollo
mientras me venían olores a fruta podrida. O mientras cocinaba, mientras olía
el guiso en cuestión degustaba sabores que nada tenían que ver con lo que estaba
preparando.
Por eso odio cocinar y por eso evito las comidas que
no tengan mucha mezcla en los ingredientes ni muchos aditivos. Por eso camino
como si fuera la cabeza de la Santa Compaña. Soy demasiado delgada para la
altura que tengo: un metro con setenta y cinco centímetros. Mi pelo negro y
lacio, pegado a mis dos mejillas tampoco ayudan a dar en mí una imagen más
salubre. Pero me gusta llevarlo así. No quiero que la gente me vea del todo,
porque nunca he sido de exponerme demasiado al resto.
Iban a ser unos días estresantes pero los necesitaba.
Necesitaba no volver a ver ese color marrón grisáceo ni volver degustar ese
sabor a vómito. Nunca antes me había pasado. Pero quizá es porque nunca antes
me habían mandado una frase tan asesina, tan malograda. Tan fea en el color y
nauseabunda en el olor y el sabor. Lo que había provocado esa reacción en mí
había sido esa frase en ese momento. En cualquier otro, probablemente hubiera
sido totalmente distinto. Porque segundos antes lo quería y me desinflé como un
globo.
Qué desperdicio de colores. Esos colores que vi con
él, mientras estábamos juntos. Y los sabores que me provocaban las palabras que
él me decía. Las buenas, claro. También hubo palabras asquerosas, pero quería
quedarme con un buen sabor de boca, literalmente.
Había tan sido tan traumática dejar de estar con él
que ya no lloraba por eso. Lloraba por el futuro… el futuro sin él. Era lo que
más miedo me daba. Juro que me hubiera comido todas las palabras del mundo con
tal de no sentir la angustia de adelantarme a todo lo que lo iba a echar de
menos. Mi mayor fobia era saber de antemano que iba a sentir dolor. Odiaba el
amarillo que me provocaba. Y mis lágrimas sabían a tinta negra…
Por fin en mi estudio más calmada cogí el pincel y mis
acuarelas Faber-Castell y me dejé llevar por mi mano mientras
escuchaba a Erik Satie que siempre fue del color del mar y me sabía a queso
manchego. Mientras escuchaba las Gnossiennes pintaba lo que la
música me decía. Los colores intermitentes que veía y las emociones que estaba
sintiendo en ese momento. Era una especie de trance como los derviches bailando
en círculos.
Estuve toda la noche hasta que mi mano no podía más y
a mí me dolía la cabeza de tanta sobresaturación cromática. Dormí durante el
día, cuando todo olía a agua y a ropa limpia. Cuando la mañana me supo a café
yo quise dormir y despertarme cuando mi cuerpo decidiera que ya había
descansado lo suficiente. Los sueños saben a hierro y a sangre. A autómata.
Dormí doce horas seguidas. Necesitaba descansar las
lágrimas.
Ya se estaba terminando la tarde y además no tenía
nada de comida así que decidí ir a comer algo. Fui a la calle Cádiz (siempre me
olía a cuero esta ciudad) y me senté en la primera terraza que vi más o menos
despejada. Quise sentarme mirando a la gente, para fijarme en sus pequeños
detalles y ver los múltiples colores característicos de cada persona que se me
cruzaba por delante.
Comía un plato de calamares con ensalada mientras veía
un color mostaza al comerlo. Creí atragantarme cuando lo vi pasear agarrado a
una chica. Creía que tales casualidades sólo podían darse en las películas,
pero como se suele decir “la realidad supera a la ficción”. Ella era alta,
alegre, con los ojos claros y delgada. Iban caminando y mirándose a la vez
mientras hablaban y reían de vez en cuando. Se les veía bastante felices. Y
desgraciadamente me gustaba el color que me llegaba de ella. Hubiera querido
que fuera un color triste y feo para asegurarme que ella fuese igual.
Pero no. Ella parecía mejor que yo. Casi perfecta.
Joder.
Quise marearme y no ser consciente de nada hasta
volver a abrir los ojos y abrirlos en mi cama, en mi refugio que siempre me
olía al mejor guiso de mi madre. Pero en lugar de eso mi cuerpo salió corriendo
hacia el servicio del local donde estaba cenando. Hubiera preferido quedarme
sin una mano antes de que él me viera. No pude evitarlo y volvió a caer tinta
negra de mis ojos.
Me interrumpió una chica al llamar a la puerta y
preguntar si estaba ocupado. Salí enseguida. “Sí, ya sé que sabes que he
llorado. Me da igual.” pensé mientras salía con paso ligero de allí. Subí las
escaleras para salir a la calle, pagué la cuenta y me fui lo más rápido que
pude en dirección contraria a la que ellos se habían marchado hacía pocos
minutos.
Tenía una sobrecarga de colores y olores sumada al
golpe traumático que me había supuesto encontrarme a mi novio de hacía una
semana con otra chica. No quise darle más vueltas, ni empezar a pensar si me
había sido infiel. Esos pensamientos ya no tenían sentido.
Cuando llegué a mi casa puse la canción Lately de
Stevie Wonder. Cuando Stevie quiere, sabe ser muy gris. Y eso es lo que
necesitaba en ese momento. Que otra persona gris me acompañara. Porque yo era
gris aquel día cuando me miraba al espejo.
A Stevie después le siguieron Ludovico Einaudi, Otis
Redding, Bill Withers, Radiohead, Florence and the Machine… Y escogí
deliberadamente sus canciones más lacrimógenas. Y me dormí pensando en cuándo
acabaría el amarillo chillón que había visto aquella noche.
Quise levantarme temprano adrede para aprovechar a
seguir haciendo dibujos para la exposición. La encargada de la galería donde
iba a exponer me había llamado para preguntarme cómo iba de tiempo. “Voy
perfecta de tiempo” le había mentido. “Genial. Entonces, ¿no hay contratiempos?”
Luisa parecía algo nerviosa pensando en que podría dejarla tirada en el último
momento, pero no iba a ser así. “No, tranquila. Estará todo listo para la
semana que viene”. Más me valía comprarme mucho café y té para centrarme en mi
pincel y en mi mano.
Llamé a mi madre para contarle lo que había pasado la
noche anterior y vino a hacerme mi comida favorita de nuevo y algo de compra
para mis próximos días en reclusión ¡Benditas madres que quieren a sus hijos!
Mi madre… era la mejor persona que conocía. La única que sabía cien por cien
que no me haría daño (al menos conscientemente).
Nunca se lo había dicho. Que para mí era ella el
blanco más puro… para nosotras hablar de colores era como desnudarnos y dejar
al descubierto nuestros sentimientos. O exponerlos como los cuadros en un
museo.
La vi cocinando empeñada en que fuera una mejor versión
de mí y no la melancólica. La vi entusiasmada preparando mi plato favorito,
concienciada y concentrada. Y quizá porque tenía mis colores a flor de piel,
quizá porque necesitaba contrarrestar toda esa tristeza, se lo dije:
-Mamá. Eres el blanco más puro que he conocido en mi
vida. -Me miró sonriendo, con los ojos llorosos y vino a abrazarme.
-Y tú eres el verde más perfecto -la miré feliz y le
di un beso en la mejilla.
-Comemos y me pongo con el trabajo, ¿vale? -le guiñé
el ojo sonriente y ella ya entendió que después de comer iba a necesitar estar
sola.
Y los siguientes días fueron días de escuchar a
Extremoduro. Que ellos siempre han sido de colores potentes como el naranja, el
morado y el azul más eléctrico. De desgañitarme en la pintura como Robe Iniesta
a la voz y a la guitarra.
Faltaban tres días para la exposición y ya estaba todo
listo. Treinta cuadros para darme a conocer y empujarme a seguir conociendo
contactos dentro del mundillo.
Por la tarde iría de compras con mi madre para acudir
presentable al evento. Nada excesivo, pero sí al menos resultón.
Allí estaba yo, en la Galería “Arte 22”, sola y
esperando a Luisa. La verdad es que había poca gente y pensé que iba a hacer el
ridículo. Luisa intentaba calmarme. Tenía fe en mí y sabía que normalmente la
gente se hace de rogar y nunca suelen acudir puntuales a este tipo de eventos
porque temen llegar y ser los únicos en la sala.
Pasó una hora y media hasta que pude tranquilizarme
más o menos. Empezó a llenarse de gente y yo iba saludando a las personas que
conocía: a mi madre que fue con una amiga, a varias compañeras de la facultad y
sus respectivos acompañantes.
Estaba ya cansada y necesitaba irme para despejarme y
poder descansar de toda la presión y malos momentos vividos los días atrás.
Sólo pensaba en llegar a mi casa, desvestirme y ver películas mientras me bebía
un vaso de té verde de cereza, pero todavía quedaba gente en la galería.
-¡Emma! -Luisa levantaba la mano para que mi vista la
identificara entre la gente. Cuando la vi me hizo señas para que me acercara
hacia donde estaba ella.
-Hola Luisa. Parece que al final sí que ha venido
bastante gente, ¿no?
- Sí. Has vendido varios cuadros de hecho. Y hay
alguien interesado en tu trabajo. Espera, voy a buscarlo. Estaba conmigo hace
un rato. Quédate aquí –vi cómo iba en busca de la persona misteriosa y yo sólo
pensaba en Frank Capra cuyo cine siempre era de un color granate.
-Mira Emma, te presento a Ernesto. Es dueño de varias
galerías de arte. Estuvimos trabajando juntos hace tiempo y está muy interesado
en lo que haces.
Alguien invisible vino y me pellizcó en mis entrañas,
porque él era todos los colores a la vez, era el morado, el azul, algo de
amarillo, el negro brillante, el gris, el rosa, el verde, el naranja en todas
las gamas. No había marrón en él. Era el rojo más escarlata, la pasión, el sexo
y la ternura, la sinceridad y la alegría.
Él era el olor de las peonías, las moras y las
magnolias a la vez. El olor de la ropa limpia por las mañanas, a comida
caliente cuando estás hambriento, al agua más fresca en un día caluroso. Olía a
todos los mares y a la arena más fina.
Y su nombre… cuando Luisa lo pronunció, jamás había
sentido el sabor del chocolate tan intenso. Nunca había oído que ese nombre le
perteneciera a nadie.
Y él era todo lo que a mí me gustaba. Era él. Lo
sabía. Estaba segura.
Lo supe por todos los colores. Por su olor y el sabor
de su nombre.
-¿Emma? ¿Estás bien? Te decía que éste es Ernesto –él
me miraba intrigado y sonriente. Esperando que algún sonido saliera de mi boca.
Le sonreí y mi madre seguramente hubiera dicho que era
la sonrisa más rosa del mundo.
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