25/10/14

AMARILLO, ROJO Y AZUL


-­­Esto no funciona -él estaba sentado en la cama y yo enfrente, también sentada sobre mis pantorrillas y con las manos apoyadas en mis rodillas para agarrarme bien de sus golpes verbales.
“Esto no funciona” me había dicho. Y enseguida me vino un olor a podrido muy intenso. Nauseabundo. Fui corriendo al baño porque tenía el estómago revuelto. Quería vomitar. Echar por el váter todo ese amor que habíamos tenido hasta hacía pocos segundos.
La palabra “romper” siempre me había sabido a ceniza y su nombre ahora me parecía marrón grisáceo. El más feo de los colores.
Salí del baño y volví a sentarme en la cama. Él ahora era un naranja y amarillo desteñidos. Un hortera y la peor de mis experiencias. Era el dolor.

-¿Emma? -me miraba con el entrecejo arrugado esperando una respuesta por mi parte.
No quería que me hablara más. Porque todas sus palabras eran marrones y con olor a vertedero. Pero yo seguí callada y sin querer que él hablara. Cuando antes el tono de su voz siempre era de un azul intenso ahora era como el color del cielo cuando se avecina una tormenta. Sólo que ya había llovido en nuestra habitación.
-¿No vas a decir nada? –seguía insistiendo. Pero ¿qué pretendía que hiciera? Ya estaba todo dicho y nunca he sido de gritar. Que gritar siempre me ha olido a mierda.
Me levanté tranquila pero deseando salir de ese pozo marrón y amarillo. De ese olor a vertedero. Lo miré por última vez pero con las entrañas palpitando y le dije adiós a su puerta y a sus paredes, asegurándome de no volver a pronunciar su nombre que desde ese día me sabía vómito.
Caminé despacio por la ciudad y, por suerte, mis lágrimas esa tarde estaban obedientes y no salieron a través de mis ojos. Les dije que aguantaran un poco a llegar a casa y así lo hicieron.
Era 5 de agosto en Madrid ese día. Ése 5 se volvió color madera y el agosto de un color dorado. Todo recargado y aburrido. Esa fecha la recordaría siempre, desgraciadamente como casi todos los días de mi vida. Incluidos los de color marrón, amarillo y dorado. Esos que olían a carne muerta y a dolor.
Por suerte, la palabra Madrid seguía siendo morada y la de “ciudad” seguía siendo negro brillante.
Quería llegar pronto a mi estudio para pintar. Dentro de pocos meses tenía la exposición y debía apurarme si no quería sentirme decepcionada conmigo misma. Pintar siempre había sido el lugar al que siempre me escapaba. Desde pequeña, mi madre me ponía música para que pintara. Decía: “Hoy voy a poner a Etta James que siempre es verde” u “Hoy lo veo todo marrón. Así que necesitamos algo del señor Stevie Wonder. El señor rosa”. Ella elegía las canciones  y yo pintaba los colores de la música.  
Ésas eran conversaciones normales que teníamos entre mi madre y yo. Era como nuestro código secreto. A veces coincidíamos en los colores que nos llegaban a través de la música o viendo a la gente pasar. “Mamá, ese hombre es muy beige. No me gusta” o “¡Mira qué color más bonito tiene esa niña, mamá ¿lo ves? ¿Ves cómo reluce el turquesa?”. Y ella a veces me respondía que ella veía otra tonalidad. “Mmm. A mí me parece más bien un color berenjena”.
Pero ese día yo era un azul grisáceo. Me miraba en los reflejos de los escaparates mientras llegaba a mi estudio y era un color que no me gustaba. Ese día me sentía como un 999, un número que no termina de ser completo. O como un 000483 con todos esos ceros que estorban el paso. Ese día yo era un número inacabado e inútil y un color apagado.
Me propuse llegar a mi lugar de trabajo personal y no salir de ahí hasta el día de la inauguración de la exposición. Llegué a la calle Toledo (Toledo siempre me había olido a terciopelo y humedad), abrí la gran puerta de madera oscura del siglo XIX que era la entrada de mi escondite, atravesé el pequeño patio cubierto de flores. Es curioso, pero las flores siempre me saben a miel cuando las huelo. Y su palabra tiene un color oscuro, sin embargo.
Llegué por fin y cayeron lágrimas durante toda la noche y las siguientes noches. Y toda esa tristeza me sabía a pescado podrido.
Por el día trabajé en pijama para sentirme más cómoda con mi soledad. Mi soltería vestía un pijama viejo y una bata que me olía a cacao caliente.
Me senté en mi mesa y me acordé de Benedetti y de sus versos:
“Hay diez centímetros de silencio
entre tus manos y mis manos
una frontera de palabras no dichas
entre tus labios y mis labios
y algo que brilla así de triste
entre tus ojos y mis ojos.”
Me acordé de “la distancia” que sabe a tierra mojada y tiene color a arcilla.
También me acordé de Juan Ramón Jiménez y de su “soledad sonora” y de que a mí me seguían gritando desde dentro las palabras “esto no funciona”.
Mejor sería salir a comprar algún libro o alguna película. Quizá coger mi cámara Fuji e ir a hacer fotos a El Retiro. La cuestión era que necesitaba salir de mi “monotema” que era él. Porque estaba metida en una espiral interminable. En un número capicúa. Ese 999.
Era martes, que siempre ha sido una mesa de color rojo. Llegué a una librería de segunda mano y cogí un libro al azar: “Stoner” de John Williams. Me vino un olor a chimenea y a té rojo. Así que supe que me iba a gustar mi nueva adquisición. Gracias a Williams, tendría lectura para todas mis noches del mes próximo.
Y como necesitaba todavía más distracción que no fuera la impuesta por la exposición, fui a buscar algunas películas que me entretuvieran otras tantas noches.  Lars Von Trier estaría en mi lista. Que siempre me ha parecido muy rojo y blanco a la vez. También Ingman Bergman, un azul mecánico, y Polanski, un verde botella. El cine siempre me supo a chocolate, vino y tabaco.
Llegué a casa, me puse cómoda y me hice un té verde de cereza. Al primer sorbo aparecieron delante de mí diferentes colores, ocre y burdeos sobre todo. Parpadeaban intercalándose per enseguida desaparecieron. El ocre suele significar que no me ha gustado mucho. Me pasa también cuando como brócoli o carne de cordero. Sin embargo, el color burdeos aparece cuando como jamón serrano, patatas fritas, tomates Cherry o sushi.
Me dirigí hacia la cocina para depositar en el fregadero mi taza con el cuadro “Amarillo, rojo y azul” de Kandinsky cuando de repente sonó el teléfono. Tal fue mi sobresalto debido a la hipersensibilidad que tenía esos últimos días, que no dejaron de aparecer golpes de color blanco brillante delante de mí. Odio cuando me pasa eso. Prácticamente me ciega por instantes pasajeros.
-¿Si? –pocas personas sabían que me había ido a mi estudio a recluirme del resto del mundo.
-Hola cariño -la voz de mi madre… su melodía siempre era azul clarito. Y su nombre, Escarlata, me sabía a moras negras. Lo juro. Mi madre era la persona más dulce que jamás había conocido. Tenía el pelo corto y negro, con la cara algo triangular y un pequeño lunar en la barbilla, el cual, yo había heredado.
-Hola mamá -a pesar del amor que le profesaba a mi progenitora, no tenía ganas de hablar con nadie. En cuanto terminara mi conversación con ella desconectaría el teléfono hasta próximo aviso-. ¿Qué tal estás?
-Bien, hija, bien. Estoy rosa hoy que no es poco. ¿Y tú? Te noto algo amarilla. ¿Es posible? –me quedé en silencio aguantando las lágrimas. “¡Quedaos ahí quietas!”, las ordené-. ¿Emma? -enseguida me vino a la cabeza la escena en que él me había llamado también esperando una respuesta cuando decidió dejarme marchar. “Salid si queréis”, les dije a mis lágrimas–. Emma cariño, ¿qué te pasa? ¿Estás bien? -no podía tener a mi madre en vilo.
-No, no mucho -sabía que mi madre estaría escuchando mi voz temblorosa y mi nariz moqueando-. Me he venido al estudio para trabajar en la exposición de manera exclusiva. Me he venido porque… me ha dejado mamá -era incapaz de volver a pronunciar su nombre que me seguía sabiendo a vómito.
-¡Ay hija! Lo siento tanto… ¿Quieres que me acerque por allí un rato y te preparo tu plato favorito? -que no era otra cosa que lasaña de atún. Un plato que me hacía ver mi color favorito a todas horas: el coral. No quise hacerla sentir mal, así que acepté su invitación-. Vale hija. Estaré allí sobre las ocho. Un beso, cariño -colgué y volví a llorar. Y mis pulmones eran nubes negras y mi corazón un paraguas roto.
Mi madre y yo estuvimos hablando largo y tendido. Me abrazó mucho. Lo necesitaba. De alguna manera, ella es con la única con la que me he sentido comprendida y protegida. Pero a la vez, necesitaba estar sola. La palabra soledad siempre ha sido verde grisácea. Como estar en medio del campo en un día nublado. Tú solo. Abarcando todo el aire para ti y sin que nadie te exija ninguna palabra.
A pesar de la visita de mi madre, cuando me miraba al espejo seguía viéndome azul grisáceo con el amarillo del dolor. Ambos aparecían y desaparecían, como los minutos previos a un mareo. Sólo que esas visiones en mí eran constantes, así como la percepción de olores y sabores sin estar probando nada. Había veces que podía estar comiendo pollo y degustar el pollo mientras me venían olores a fruta podrida. O mientras cocinaba, mientras olía el guiso en cuestión degustaba sabores que nada tenían que ver con lo que estaba preparando.
Por eso odio cocinar y por eso evito las comidas que no tengan mucha mezcla en los ingredientes ni muchos aditivos. Por eso camino como si fuera la cabeza de la Santa Compaña. Soy demasiado delgada para la altura que tengo: un metro con setenta y cinco centímetros. Mi pelo negro y lacio, pegado a mis dos mejillas tampoco ayudan a dar en mí una imagen más salubre. Pero me gusta llevarlo así. No quiero que la gente me vea del todo, porque nunca he sido de exponerme demasiado al resto.
Iban a ser unos días estresantes pero los necesitaba. Necesitaba no volver a ver ese color marrón grisáceo ni volver degustar ese sabor a vómito. Nunca antes me había pasado. Pero quizá es porque nunca antes me habían mandado una frase tan asesina, tan malograda. Tan fea en el color y nauseabunda en el olor y el sabor. Lo que había provocado esa reacción en mí había sido esa frase en ese momento. En cualquier otro, probablemente hubiera sido totalmente distinto. Porque segundos antes lo quería y me desinflé como un globo.
Qué desperdicio de colores. Esos colores que vi con él, mientras estábamos juntos. Y los sabores que me provocaban las palabras que él me decía. Las buenas, claro. También hubo palabras asquerosas, pero quería quedarme con un buen sabor de boca, literalmente.
Había tan sido tan traumática dejar de estar con él que ya no lloraba por eso. Lloraba por el futuro… el futuro sin él. Era lo que más miedo me daba. Juro que me hubiera comido todas las palabras del mundo con tal de no sentir la angustia de adelantarme a todo lo que lo iba a echar de menos. Mi mayor fobia era saber de antemano que iba a sentir dolor. Odiaba el amarillo que me provocaba. Y mis lágrimas sabían a tinta negra…
Por fin en mi estudio más calmada cogí el pincel y mis acuarelas Faber-Castell y me dejé llevar por mi mano mientras escuchaba a Erik Satie que siempre fue del color del mar y me sabía a queso manchego. Mientras escuchaba las Gnossiennes pintaba lo que la música me decía. Los colores intermitentes que veía y las emociones que estaba sintiendo en ese momento. Era una especie de trance como los derviches bailando en círculos.
Estuve toda la noche hasta que mi mano no podía más y a mí me dolía la cabeza de tanta sobresaturación cromática. Dormí durante el día, cuando todo olía a agua y a ropa limpia. Cuando la mañana me supo a café yo quise dormir y despertarme cuando mi cuerpo decidiera que ya había descansado lo suficiente. Los sueños saben a hierro y a sangre. A autómata.
Dormí doce horas seguidas. Necesitaba descansar las lágrimas.
Ya se estaba terminando la tarde y además no tenía nada de comida así que decidí ir a comer algo. Fui a la calle Cádiz (siempre me olía a cuero esta ciudad) y me senté en la primera terraza que vi más o menos despejada. Quise sentarme mirando a la gente, para fijarme en sus pequeños detalles y ver los múltiples colores característicos de cada persona que se me cruzaba por delante.
Comía un plato de calamares con ensalada mientras veía un color mostaza al comerlo. Creí atragantarme cuando lo vi pasear agarrado a una chica. Creía que tales casualidades sólo podían darse en las películas, pero como se suele decir “la realidad supera a la ficción”. Ella era alta, alegre, con los ojos claros y delgada. Iban caminando y mirándose a la vez mientras hablaban y reían de vez en cuando. Se les veía bastante felices. Y desgraciadamente me gustaba el color que me llegaba de ella. Hubiera querido que fuera un color triste y feo para asegurarme que ella fuese igual.
Pero no. Ella parecía mejor que yo. Casi perfecta. Joder.
Quise marearme y no ser consciente de nada hasta volver a abrir los ojos y abrirlos en mi cama, en mi refugio que siempre me olía al mejor guiso de mi madre. Pero en lugar de eso mi cuerpo salió corriendo hacia el servicio del local donde estaba cenando. Hubiera preferido quedarme sin una mano antes de que él me viera. No pude evitarlo y volvió a caer tinta negra de mis ojos.  
Me interrumpió una chica al llamar a la puerta y preguntar si estaba ocupado. Salí enseguida. “Sí, ya sé que sabes que he llorado. Me da igual.” pensé mientras salía con paso ligero de allí. Subí las escaleras para salir a la calle, pagué la cuenta y me fui lo más rápido que pude en dirección contraria a la que ellos se habían marchado hacía pocos minutos.
Tenía una sobrecarga de colores y olores sumada al golpe traumático que me había supuesto encontrarme a mi novio de hacía una semana con otra chica. No quise darle más vueltas, ni empezar a pensar si me había sido infiel. Esos pensamientos ya no tenían sentido.
Cuando llegué a mi casa puse la canción Lately de Stevie Wonder. Cuando Stevie quiere, sabe ser muy gris. Y eso es lo que necesitaba en ese momento. Que otra persona gris me acompañara. Porque yo era gris aquel día cuando me miraba al espejo.
A Stevie después le siguieron Ludovico Einaudi, Otis Redding, Bill Withers, Radiohead, Florence and the Machine… Y escogí deliberadamente sus canciones más lacrimógenas. Y me dormí pensando en cuándo acabaría el amarillo chillón que había visto aquella noche.
Quise levantarme temprano adrede para aprovechar a seguir haciendo dibujos para la exposición. La encargada de la galería donde iba a exponer me había llamado para preguntarme cómo iba de tiempo. “Voy perfecta de tiempo” le había mentido. “Genial. Entonces, ¿no hay contratiempos?” Luisa parecía algo nerviosa pensando en que podría dejarla tirada en el último momento, pero no iba a ser así. “No, tranquila. Estará todo listo para la semana que viene”. Más me valía comprarme mucho café y té para centrarme en mi pincel y en mi mano.
Llamé a mi madre para contarle lo que había pasado la noche anterior y vino a hacerme mi comida favorita de nuevo y algo de compra para mis próximos días en reclusión ¡Benditas madres que quieren a sus hijos! Mi madre… era la mejor persona que conocía. La única que sabía cien por cien que no me haría daño (al menos conscientemente). 
Nunca se lo había dicho. Que para mí era ella el blanco más puro… para nosotras hablar de colores era como desnudarnos y dejar al descubierto nuestros sentimientos. O exponerlos como los cuadros en un museo.
La vi cocinando empeñada en que fuera una mejor versión de mí y no la melancólica. La vi entusiasmada preparando mi plato favorito, concienciada y concentrada. Y quizá porque tenía mis colores a flor de piel, quizá porque necesitaba contrarrestar toda esa tristeza, se lo dije:
-Mamá. Eres el blanco más puro que he conocido en mi vida. -Me miró sonriendo, con los ojos llorosos y vino a abrazarme.
-Y tú eres el verde más perfecto -la miré feliz y le di un beso en la mejilla.
-Comemos y me pongo con el trabajo, ¿vale? -le guiñé el ojo sonriente y ella ya entendió que después de comer iba a necesitar estar sola.
Y los siguientes días fueron días de escuchar a Extremoduro. Que ellos siempre han sido de colores potentes como el naranja, el morado y el azul más eléctrico. De desgañitarme en la pintura como Robe Iniesta a la voz y a la guitarra.
Faltaban tres días para la exposición y ya estaba todo listo. Treinta cuadros para darme a conocer y empujarme a seguir conociendo contactos dentro del mundillo.
Por la tarde iría de compras con mi madre para acudir presentable al evento. Nada excesivo, pero sí al menos resultón.
Allí estaba yo, en la Galería “Arte 22”, sola y esperando a Luisa. La verdad es que había poca gente y pensé que iba a hacer el ridículo. Luisa intentaba calmarme. Tenía fe en mí y sabía que normalmente la gente se hace de rogar y nunca suelen acudir puntuales a este tipo de eventos porque temen llegar y ser los únicos en la sala.
Pasó una hora y media hasta que pude tranquilizarme más o menos. Empezó a llenarse de gente y yo iba saludando a las personas que conocía: a mi madre que fue con una amiga, a varias compañeras de la facultad y sus respectivos acompañantes.
Estaba ya cansada y necesitaba irme para despejarme y poder descansar de toda la presión y malos momentos vividos los días atrás. Sólo pensaba en llegar a mi casa, desvestirme y ver películas mientras me bebía un vaso de té verde de cereza, pero todavía quedaba gente en la galería.
-¡Emma! -Luisa levantaba la mano para que mi vista la identificara entre la gente. Cuando la vi me hizo señas para que me acercara hacia donde estaba ella.
-Hola Luisa. Parece que al final sí que ha venido bastante gente, ¿no?
- Sí. Has vendido varios cuadros de hecho. Y hay alguien interesado en tu trabajo. Espera, voy a buscarlo. Estaba conmigo hace un rato. Quédate aquí –vi cómo iba en busca de la persona misteriosa y yo sólo pensaba en Frank Capra cuyo cine siempre era de un color granate.
-Mira Emma, te presento a Ernesto. Es dueño de varias galerías de arte. Estuvimos trabajando juntos hace tiempo y está muy interesado en lo que haces.
Alguien invisible vino y me pellizcó en mis entrañas, porque él era todos los colores a la vez, era el morado, el azul, algo de amarillo, el negro brillante, el gris, el rosa, el verde, el naranja en todas las gamas. No había marrón en él. Era el rojo más escarlata, la pasión, el sexo y la ternura, la sinceridad y la alegría.
Él era el olor de las peonías, las moras y las magnolias a la vez. El olor de la ropa limpia por las mañanas, a comida caliente cuando estás hambriento, al agua más fresca en un día caluroso. Olía a todos los mares y a la arena más fina.
Y su nombre… cuando Luisa lo pronunció, jamás había sentido el sabor del chocolate tan intenso. Nunca había oído que ese nombre le perteneciera a nadie.
Y él era todo lo que a mí me gustaba. Era él. Lo sabía. Estaba segura.
Lo supe por todos los colores. Por su olor y el sabor de su nombre.
-¿Emma? ¿Estás bien? Te decía que éste es Ernesto –él me miraba intrigado y sonriente. Esperando que algún sonido saliera de mi boca.
Le sonreí y mi madre seguramente hubiera dicho que era la sonrisa más rosa del mundo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario